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CUANDO EL REY DEVORÓ A FRANCIA

Luis XVI
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Versalles, día

Interior del Palacio

Huevos, panceta, Baicon, jamón, queso fresco, queso curado, carne roja poco hecha y muy hecha, pan, pescado, gelatina, helado, galletas, melocotón, melón, membrillo, atún, pez espada, alubia, judía, soda, vino, agua, gaseosa, cerveza floja, cerveza fuerte, chocolate, tostadas, mermelada, patata, lechuga, ensalada, col, maíz, aguacate, fresa, arándano, plátano, natillas, chocolate a la taza, miel, percebe…

Aquella mesa alargada a más no poder bien hubiera podido reventar de repletez. Desde luego, nadie hubiera podido culparla. ¡Jamás se vio! ¡Ello es así! Mesa tan magníficamente dispuesta ¿A sus mandos? ¡¡Una sola persona!!

Cariacontecido, burlón, aquel rostro ufano parecía burlarse del mundo entero, ajeno quizá, al dolor que el mismo, en cualquiera de sus manifestaciones o derivados, pudiera estar sufriendo incluso en aquel mismo instante.

—  ¿Y las lentejas? ¿Y el garbanzo? —prorrumpió aquel, voz en cuello, contrariado a más no poder — Denisse… ¡¡¡Denisse!! — las paredes de aquel noble edificio casi parecieron temblar bajo el yugo de tan desatada furibundia.

Al punto un hombrecillo menudo, achaparrado se dejó sentir en aquella estancia.

       —Si…sire… — bajo sus notoriamente afeminadas maneras podía sentirse un temblor absolutamente desmedido

—  ¿Y el resto de mi comida, lerdo? ¿¡Para qué estáis vosotros aquí?!, ¡¡Por los Clavos de Cristo!!

Súbitamente una fría, demencial sonrisa hubo de dejarse sentir en su rostro. Glaciales, aquellos ojos no parecían humanos.

—  Dime, Denisse. ¿Cuál se supone que es tú trabajo — notoriamente aquella voz tonante hizo énfasis en el «se supone»

—  Servíos la cena, milord. Yo soy vuestro cocinero.

El terror, los sudores fríos asomaban ya, incontrolables, a los ojos de aquel hombrecillo. Descontroladas, algunas gotas de sudor se dejaban sentir sobre su vestimenta.

—  Eras — Aquella palabra sonó aterradora, acerada, gélida, igual que una espada atravesando un pecho — Eras, querido Deniss. Eras — llevándose la mano a la cara, ensayado gesto teatral, el hombre dio unas palmadas, las cuales hicieron resonar, ecosa, toda la estancia.

—Pero…Pero… — las lágrimas ya habían comenzado a aflorar.

—  ¡Llamaba, sire!

—  Mi leal Gerome. Llévate a esta sabandija de aquí. ¡Mi augusta presencia no puede soportarlo ni un minuto más!

—  A sus órdenes, milord

Mientras desandaba el camino, apenas un instante antes de acariciar el pomo de la puerta, Jerome volvió a recibir «el alto». Se detuvo.

—  Ah, Jerome

—  ¿Sí, sire? —El tono del avezado general reflejaba inquietud, ¿la sombra de la duda, tal vez? Sabía lo que se vendría a continuación. Nada podía hacer

—  ¡¡Ejecútalo!!

—  Sire, yo…

—  Así se te ordena

—  Pero yo… — volvió a intervenir Denisse, echo un ovillo en el suelo, sus ojos estaban arrasados por las lágrimas — Come demasiado. Los doctores ya se lo han reconvenido

A un gesto de aquella mano, Jerome, fiel y leal, se llevó a Denisse, colocándolo automáticamente lejos de la presencia de aquel

—  ¿Comer en exceso, yo? ¡¡Puedo hacer lo que me plazca, por Belcebú!!

Rabiosas las palabras de aquel abogado volvieron a acudir raudas a su cabeza: ¿Sabe porqué hay tanta gente necesitada? ¿Es acaso que su lujoso estilo de vida devora, en un día, lo que un millar de hombres necesitaría para subsistir?

—  Ese idiota de Robespierre. ¿Pero quién se habrá creído que es? — farfulló al tiempo que, engullendo un huevo, eructaba violentamente[1].


[1] «El apetito de Luis por la comida es incuestionable, pero el sexual está claro que no entra dentro del menú. María Antonieta está desesperada» (Canal Historia, documental).


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