El 14 de mayo se hizo pública la decisión de entregar el Premio Princesa de Asturias de las letras al escritor barcelonés Eduardo Mendoza. Uno de los premios más prestigiosos de la cultura y la literatura en habla hispana.
La condecoración es también un premio a Barcelona. A la Barcelona mestiza y bilingüe. Eduardo Mendoza convirtió Barcelona en un personaje de novela. En un protagonista. Lo hizo antes de que los hiciera Carlos Ruiz Zafón.
Eduardo Mendoza fue uno de los impulsores del Foro de Babel. Una plataforma social y cultural que defendía el carácter abierto y plural de Cataluña, en los años más duros del nacionalismo (después independentismo) excluyente.
Hubo un tiempo, que hoy veo lejano, en el que no leía otra cosa que no estuviera escrita por Manuel Vázquez Montalbán y Eduardo Mendoza.
Era poco más que un adolescente que cursaba una carrera de tramite en Murcia. Ni por asomo se me pasaba por la cabeza que terminaría viviendo varias décadas en el escenario de las novelas que leía. Que terminaría recorriendo las calles por las que transcurría la acción. Que mis hijos nacerían en la ciudad de los prodigios.
Eduardo Mendoza me ayudó a comprender Barcelona antes de que pusiera los pies por primera vez en esta ciudad.
Cuando Barcelona se convirtió en protagonista de novela.
Todas las novelas que leía de Eduardo Mendoza transcurrían en Barcelona. Las serias y las graciosas. “La verdad sobre el caso Sabolta” y “Sin noticias de Gurb”.
Barcelona era el caldo donde se cocía el potaje. El que le daba sabor. Hasta que un día, en un ejercicio de malabarismo, Mendoza transformó Barcelona de escenario a protagonista. Lo hizo en La ciudad de los prodigios.
La Ciudad de los Prodigios cuenta la historia de la transformación de Barcelona entre las dos Exposiciones Universales que albergó. La de 1888 y la de 1929. La que moldeó por completo la ciudad hasta darle la apariencia, y en cierto modo la esencia, que tiene hoy.
Aparentemente, el libro es una historia coral, pero tiene un personaje central: Barcelona.
Una burguesía industrial, la burguesía catalana, se empeña en demostrarle al mundo que es la burguesía más moderna y más “chic” de Europa. Para ello no duda en transformar la ciudad en el espejo en el que quiere mirarse.
Esa burguesía no vive en la ciudad. Lo hace en pueblos aledaños, en la falda de la montaña. En torres y palacetes que les permite ver desde las terrazas sus posesiones. Viven en Sarriá, en San Gervasi, en Pedralves, en el paseo de Gracia, que entonces no era más que un paseo arbolado que discurría por un camino de carros.
En la ciudad viven pescadores, marinos, estibadores portuarios y obreros, muchos obreros, que han llegado hasta allí al calor del desarrollo industrial.
La burguesía catalana, en su afán por impresionar al mundo, no dudará en zarandear a los barceloneses. En cambiar sus calles, sus barrios y su forma de relacionarse. Todo por hacer realidad sus caprichos.
Entre el tumulto, aparecen personajes sin escrúpulos como Onofre Bouvila que aprovechan el desconcierto para medrar en la escala social.
La exposición de 1888, la que se celebró en la Ciudadela a instancias del General Prim, fue todo un éxito. Generó pingües beneficios económicos, pero a penas dejó rastro en la ciudad.
Los burgueses catalanes, que siempre han tenido un agudo sentido comercial, decidieron repetir. La segunda exposición, la de 1929, costó sacarla a delante. Puso patas arriba la ciudad. Pero, sobre todo, dejó una deuda millonaria que costó a los barceloneses saldarla más de 40 años.
Barcelona, una ciudad de contrastes.
El jurado del premio Princesa de Asturias dice que premia a Eduardo Mendoza por su visión humanista. Pienso se confunden en su argumento. Las novelas de Mendoza, al menos las que yo he leído, se caracterizan por sacar a la luz las confrontaciones de clase. Sin tapujos. Directamente.
En “La verdad sobre el caso Sabolta”, su primera novela, habla de los inicios del movimiento obrero. De unos obreros que se organizan en las fábricas para luchar contra la explotación de la que son objeto y de unos industriales que contratan pistoleros para asesinar a los cabecillas, impunemente.
En “La ciudad de los prodigios”, clubs selectos de potentados diseñan con escuadra y cartabón una ciudad en la que ni tan siquiera viven. Mientras los habitantes son poco más que trastos viejos que pueden mover de un sitio a otro.
En las novelas de Eduardo Mendoza no hay distracciones. No se habla de temas que se han vuelto tan manidos con el tiempo como el catalán o si Madrid nos roba.
Las contradicciones se presentan de forma descarnada. Porque en Barcelona, el problema de fondo no es la lengua que hablas o el lugar en la que has nacido. Sino la clase social a la que perteneces.
El reconocimiento a Eduardo Mendoza es, en cierto modo, un reconocimiento a la Barcelona mestiza, la Barcelona real. Aquella de la que estamos orgullosos aquellos que alguna vez nos hemos sentido parte de ella.
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